Hace seis meses que vivo en esta ciudad y todavía no me he comprado cortinas. No acabo de asentarme –no hago el esfuerzo de construir un hogar– porque no sé cuánto tiempo más me quedaré en Nueva York. Pero eso es solo parte del motivo. En mayor medida, las deficiencias básicas de mi apartamento tienen que ver con mi tiendafobia: mi incapacidad de adentrarme en comercios, más allá de las tiendas de productos de primera necesidad.
Podría comprarlo todo online, sí, pero tampoco soy capaz: sé –veo– cómo las personas a mi alrededor adquieren lo que necesitan desde el teléfono, y que con cada clic virtual aparece un objeto físico en tu puerta. Pero siento la misma resistencia al comercio digital que a las compras en persona: me paralizan y me deprimen las tiendas, cuanto mayores y más multifacéticas peor, y el infierno me parece Home Depot, equivalente a un Leroy Merlín masivo, multiplicado, americano.

Me gustaría decir, orgullosa, que esta discapacidad ante el consumo es mi reacción visceral contra el capitalismo, contra el materialismo que todo lo impregna en este país. Pero resulta, sencillamente, que soy inmune a él: no siento el deseo de cosas nuevas, no tengo un gran apego por los objetos, valoro algunos de mis libros y muñecos de la infancia (que están esparcidos por el mundo) y siento que solo me pertenecen mis novelas y las personas a quienes quiero o a quienes quise. Aquí, en Nueva York, mis muebles son prestados; mi ropa, la que traje de España.
Me gustaría, digo, que se tratase de una militancia anticonsumo. Pero nuestra relación con los objetos, como con las personas, siempre tiene una explicación menos racional, más recóndita. El otro día, observando mi ridículo ascetismo, sentí que mi padre empezaba a vivir a través de mí: a mí, una mujer independiente del siglo XXI, me nace de dentro un extraño señor del siglo XX, que usaba los mismos zapatos hasta que se le gastaban; que no cocinaba a menos que estuviese muriéndose de hambre; que tenía alergia a los centros comerciales. Y eso no quitaba que fuese siempre bien vestido; que su mente estuviese bien nutrida (su cuerpo, menos, pero era bello en su extravagante anormalidad); y que su aparición en nuestras vidas fuese siempre algo inesperado, innovador, del modo en que ningún producto y solo un alma puede serlo.